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Manual de supervivencia para hablar en público en tiempos de cancelación. Por: Claudia Yurley Quintero Rolón

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Dicen que hablar en público es uno de los mayores miedos del ser humano. Mentira.

El verdadero terror es hablar a una audiencia joven.


Ahí estaba yo, feliz, celebrando nuestro conversatorio “Del silencio a la resiliencia”. Habíamos llenado el auditorio de la Universidad Santiago de Cali, y por un instante creí que el feminismo latinoamericano estaba a salvo. Las practicantes exponían, las estudiantes aplaudían, el proyector funcionaba (milagro), y yo, ingenua, pensaba: “Esto es la sororidad académica en acción”.


Hasta que, en medio del entusiasmo, una de las expositoras suelta un dato impreciso.

Nada grave. Solo un desliz estadístico. Así que, muy pedagógica, levantó la mano y aclaro:


“Compañera, la mayoría de las mujeres atendidas por Empodérame sí sabían que entraban en contextos de prostitución, pero eso no les quita su condición de víctimas de trata”.


Una frase impecable. Usé el término “compañera” siendo yo su tutora y su jefa en la práctica laboral.

Demasiado impecable para el nuevo orden emocional.


De pronto, el aire se cortó. Un murmullo. Una mirada. Un par de celulares grabando.

Y ahí empezó el episodio que llamo “La revolución de los ofendidos”.


Una estudiante se levanta, visiblemente indignada, y anuncia al auditorio que están “obstinados de escucharme”. Sí, obstinados. Como si fuera una cantaleta en bucle. Me imita, gesticula, y el público aplaude. No sé si estaba en una universidad o en el programa de “La casa de los famosos”.


Según la RAE, obstinación: Pertinacia, terquedad o adhesión irreductible a una idea generalmente desacertada.

Es decir, obstinado no es el que se aburre, pero ellos no lo saben.En el diccionario de la cancelación, obstinado es sinónimo de “me caes mal, ya no quiero pensar”.


Luego vinieron los diagnósticos espontáneos:

—“Eso fue una falta de ética.”

—“Su lenguaje es violento.”

—“Dijo ‘mochito’.”

—“¿Y por qué no atienden a mujeres trans en la Fundación?”


Respiré hondo. No porque me ofendiera, sino porque estaba presenciando algo más interesante: la metamorfosis del activismo en teatro.


Expliqué, con voz de terapeuta que ya ha visto todo, que Empodérame trabaja con mujeres sobrevivientes de trata, que no somos una ONG LGBTIQ+, y que derivamos los casos que no podemos atender porque eso también es ética.


Entonces entendí que no era yo el problema: era el contexto.Vivimos en la era donde el rigor incomoda más que la mentira, donde los conceptos se cambian por sensaciones y donde el dolor se mide por likes.


Mientras tanto, los chiflidos crecían, y yo pensaba en lo que diría Foucault si lo cancelaran en un auditorio del Valle.


No grité. No lloré. No me fui.

Solo dije:

“Gracias por decirlo, los estoy oyendo.”


Y fue mi manera zen de sobrevivir al fuego cruzado entre el hiperactivismo, la inmadurez y la pedagogía emocional.


Por suerte, una profesora sabia tomó la palabra y soltó un “mamola” salvador.El ambiente bajó como por arte de lenguaje popular. Volvimos a ser humanos.


Salí del auditorio con un grupo de chicas felicitando y acercándose a querer hacer actividades con nosotras.

Entendí que este tiempo necesita más sentido del humor y menos superioridad moral.


A veces la juventud confunde empatía con censura y crítica con agresión.Pero el pensamiento crítico no se construye cancelando al otro, sino confrontando con respeto.


El wokismo no es la revolución que intenta vender: es una parodia moral con buenas intenciones y pésimo guión.


 
 
 

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