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La urgencia de una salida abolicionista en Colombia

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En los últimos días dos casos en Medellín revelaron, con toda su crudeza, la realidad de un país donde las mujeres explotadas en prostitución son criminalizadas y los puteros se pasean con total impunidad. En el Parque Lleras, un extranjero persiguió y capturó ilegalmente a una mujer, la expuso públicamente y logró que la Policía la retuviera bajo la acusación de haberlo escopolaminado y robado. Pocas horas después, en Laureles, otro extranjero y un colombiano fueron sorprendidos con dos adolescentes. La noticia los describe como víctimas de un “hurto” mientras las niñas aparecen como sospechosas siendo víctimas de explotación sexual.


Ambos casos son distintos, pero comparten un mismo patrón: la narrativa mediática y policial protege al cliente prostituyente y criminaliza a las mujeres y niñas. Se invisibiliza lo evidente: aquí hay explotación sexual y trata de personas bajo el disfraz de “turismo”. Lo que se presenta como “hurto” o “escopolamina” es, en realidad, la expresión desesperada de mujeres que no quieren prostituirse y que, al no tener salidas, encuentran en el engaño o en la huida la única forma de escapar de la violencia.


En Colombia no existen planes de salida de la prostitución. Las mujeres atrapadas en este círculo carecen de alternativas económicas, apoyo psicosocial y protección. El Estado se limita a tolerar la prostitución como un mal menor, llamándola “actividad sexual paga” y tratando de dar paños de agua tibia a un problema estructural, mientras las redes proxenetas y los puteros extranjeros la convierten en un mercado rentable. Cada mujer que se atreve a resistir es perseguida como delincuente, mientras el verdadero delito que es comprar el cuerpo de una mujer o de una niña sigue sin sanción social.


El contraste con países que han adoptado un modelo abolicionista, como Francia o Suecia, es contundente. Allí, el delincuente es el comprador: pagar por sexo está penalizado. La mujer en prostitución es reconocida como víctima de violencia estructural y el Estado financia programas de salida, acompañamiento psicosocial y reintegración laboral. En Francia, un putero no se atrevería a llamar a la policía para denunciar a una mujer en prostitución, porque él mismo sería arrestado. Ese es el poder transformador de una ley abolicionista: desplazar el estigma de las mujeres hacia quienes sostienen la demanda.


Colombia necesita con urgencia caminar hacia ese horizonte. Una ley abolicionista que persiga la demanda, que sancione a los proxenetas y demandantes, que reconozca a las mujeres prostituidas como sujetas de derechos y que financie programas de salida reales y sostenibles. Es una necesidad de derechos humanos, de dignidad y de justicia.


Las víctimas de prostitución y trata no deben ser perseguidas con redadas, ni criminalización, ni más titulares que las pinten como victimarias. Necesitan opciones para vivir libres, con techo, empleo y acompañamiento. Necesitan que el Estado colombiano deje de mirar hacia otro lado y asuma su responsabilidad de protegerlas.


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La verdadera izquierda, como dicen muchas voces feministas, tiene que ser abolicionista. Porque no hay justicia social posible mientras los cuerpos de las mujeres sigan siendo mercancía disponible para el consumo masculino. Porque cada vez que se protege a un prostituidor y se encarcela a una mujer prostituida, se perpetúa la desigualdad más brutal: la que convierte a la violencia en negocio.


Colombia está en deuda con sus mujeres. Y esa deuda solo empieza a saldarse con un cambio radical: poner a los puteros y proxenetas en el banquillo de los acusados, y abrir caminos de salida y dignidad para las mujeres.



 
 
 

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