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¿Las niñas y niños mienten en delitos sexuales?

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Un niño puede decir “Pedro me pegó” porque sabe lo que es un golpe. Lo ha sentido, lo ha visto en el patio del colegio, en casa, en películas. Tiene un referente corporal y social, ese acto podría decirse que es cotidiano.


Pero describir sensaciones sexuales y detalles no esperables para su edad, como ardor, dolor, asco, olores, presencia de fluidos, contacto con partes íntimas, secuencias de acciones, no sale “de la nada”. Sin exposición previa, ese tipo de narrativa es muy difícil de inventar. No hablo de palabras sueltas aprendidas por ahí; hablo de relatos con orden temporal, con descripciones sensoriales, con términos específicos de actos sexuales o comparaciones que no están en su mundo infantil típico.


Además, la revelación de abuso sexual infantil suele ser tardía y fragmentada. Los niños callan por miedo, lealtad, vergüenza, culpa inducida o miedo a romper a la familia. A veces se retractan porque el entorno los presiona. Retractarse no es a veces lo real, si no que la violencia también opera en el silencio.


Otra realidad que a muchos les cuesta entender: el examen físico normalmente sale normal. La mayoría de los abusos no deja lesiones visibles o estas cicatrizan rápido; no ver marcas no equivale a “no pasó”. Por eso, en clínica y en forense, la historia del niño y la entrevista bien hecha son la pieza central, no el morbo del “muéstrenme la prueba”.


Y “bien hecha” significa protocolo: preguntas abiertas, no sugerentes, permitir relato libre, aclarar términos con cuidado, no colocar palabras en la boca del menor. Hay métodos validados que las psicólogas que trabajamos con víctimas conocemos, como el modelo NICHD, y guías profesionales serias, que mejoran la calidad del testimonio y reducen errores. Formarse es una obligación ética cuando uno acompaña estos casos.


¿Existen denuncias falsas? Sí, existen. Son la minoría y, cuando ocurren, suelen originarse en adultos como manipulación en conflictos de custodia y violencia vicaria, por ejemplo, no en la imaginación de los niños. Reconocer esa posibilidad no autoriza a partir de la presunción de “la infancia miente”; autoriza a evaluar bien y a cuidar el debido proceso sin aplastar a la niñez.


También una precisión clínica para no decir barbaridades: conductas sexualizadas, cambios de ánimo, regresiones, terrores nocturnos, etc., son señales de alarma, no diagnósticos en sí mismas. Un flujo vaginal en una niña amerita valoración médica; no es una prueba automática de abuso ni se puede desechar por ser inespecífico.  El sistema de justicia no puede seguir funcionando como si la violencia sexual infantil se probara con una “selfie de la lesión”. 


Debido proceso sí, por supuesto, hemos luchado siglos por las garantías procesales. Presunción de inocencia, claro, también. Pero no el prejuicio contra la palabra de la infancia. Hagamos nuestro trabajo: formarnos en trauma, aprendamos a escuchar.


Claudia Quintero

Psicóloga



 
 
 

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