Escribo para sanar, sano para escribir
“Los libros son para los ricos”, me decía mientras miraba la gran biblioteca de la casa donde mi mamá era la aseadora. Allí había todo tipo de ejemplares, pero era prohibido tocarlos, eran de los patrones, y yo crecí pensando que eran inalcanzables. Me llamaban la atención los tamaños, los dibujos en las portadas y me preguntaba: “¿quién los habitará?”. Pero como no sabía leer y estaba la amenaza latente, sigilosa, me alejaba.
Me tocaba conformarme con las letras de los periódicos pegados en los muros de madera de mi casa, puestos allí para tapar el frío. En las noches les metía el dedo buscando que por las rendijas de madera se colara la luna, o sacaba mi ojo chismoso para ver lo de afuera. Cuando aprendí a leer también aprendí a darle valor a la mezcla de maicena con agua que preparábamos mis hermanos, mamá y yo, la llamábamos “engrudo”, era para pegar el periódico.
Me emocionaba leerme toda la casa, los enca bezados de las noticias y las tiras cómicas, los deportes no me gustaban. Y no veía la hora de que mamá vistiera las paredes de letras para leerlas nuevamente, dejando la cornisa libre para que la luna entrara.
Mi primer libro llegó a mis manos cuando tenía catorce años: El Túnel de Ernesto Sábato, en ese momento no entendía por qué tanto dilema por un verraco cuadro mientras mi vida era un infierno dentro de una pintura, muy distinta a la de Sábato.
Los años pasaron. Nunca había escrito, pero estaba muy enferma, con el corazón partido por la pérdida de mi marido. Hice como si su desaparición no hubiese pasado, y regalé todo: cama, cobijas, su ropa; me cambié de cuarto, borrón y cuenta nueva.
Solo dejé mi muñeca de trapo, su primer regalo y el último, una correa, su chapa en plata mexicana con un caballo incrustado, una que otra esquela con sus letras, y fotos, pero... Mi cuerpo se empezó a enfermar, no podía escuchar su nombre porque lloraba, tenía un fango en mí alma hasta que fui al psicólogo y me dijo: “escribe”.
Llegué de la Fiscalía sin razón de su paradero y me imaginé estando en esa tierra donde él transitó sus últimos pasos, le hablé al río donde lo tiraron, lloré de rabia y escribí Búsqueda, fue el texto que más llanto me ha sacado. Odié con todas mis entrañas ese territorio por llevarse al hombre que me hizo feliz. Pasó un tiempo para entender que ni la tierra ni el río tienen la culpa.
Búsqueda se convirtió en esa plataforma para darme a conocer, no porque yo lo buscara, solo quería sacarme esa agonía que había en mi pecho. En el proceso de leerlo ayudó a otras víctimas de desaparición forzada, se utilizó en talleres para trabajo psicosocial, entrega de restos óseos, trabajos de memoria, plantones en plazas públicas. Búsqueda ha sido esa mirada interior de imágenes con las que peleé y me reconcilié.
También escribí El rancho para darle voz a las mujeres víctimas de violencia sexual, a esas que no se atrevían a hablar, ni a denunciar, y aunque es un texto crudo, sin entrar en el amarillismo refleja la realidad de miles de mujeres víctimas de este flagelo.
Con el Museo Casa de la Memoria participé en un taller de escritura, ahí conocí a otras mujeres víctimas de diferentes hechos de violencia que habían escrito o les gustaba escribir. Con ellos nos publicaron un libro, El Refugio del Fénix.
El final de una noche de agonía. Luego, tuvimos la oportunidad de hacer varios talleres pensados para mujeres víctimas del conflicto armado que quisieran escribir sus vivencias, usando la escritura creativa y el trabajo psicosocial como acompañamiento para sanar; de esta experiencia se publicó el libro El Vuelo del Fénix, fue el hijo del que las mujeres se sintieron orgullosas, al ver materializados sus textos, al hacerle memoria a sus seres queridos que hoy no están, al recordar su infancia en la que lo único para escribir era el carbón o las plumas de gallina, o, cuando un solo cuaderno era para varios hermanos y tocaba repartirlo.
El libro sirvió también para hacer denuncia de violencias sexuales y maltrato.
Ese libro fue una sorpresa, fue como aprender a escribir poesía, cuento y prosa. Una de las mayores recompensas para mí es escuchar a una de las mujeres decir que no ha habido mayor reparación, que ni el dinero le ha dado lo que le ha dado la escritura.
Yo llamo a la escritura mi mejor amiga porque ella me ha ayudado para auto conocerme, me ha dado los logros que no pensé tener. Dios me dio ese talento y poder compartirlo con los demás, replicarlo, multiplicarlo es un tesoro con el cual no te puedes quedar, vale oro, porque yo hace cuatro años no daba un peso por mí, pero mi amiga me dio lo que nadie pagó. Y citaré a Óscar Wilde “todos estamos en las alcantarillas, pero algunos miramos las estrellas”.
Yo no escribo para ganar plata, yo escribo para ganar el cielo. Cuanto más bajo se ha caído, ¡más se ama; por eso mi amor por el ser humano, por las causas perdidas. Dios me dio una segunda oportunidad de vida, por eso puso mi talento. Mis escritos no son míos, son de un pueblo que se toca el alma con ellos.
La inspiración para escribir me llega en cualquier momento, pero, en especial, en los buses, es como si el cacahuate se me moviera en la cabeza y las ideas surgieran, también cuando estoy en casa escribiendo. En esos momentos no me gusta que me hablen porque cuando me interrumpen es un pedazo de inspiración que se pierde.
Le he escrito al vino que es uno de mis amantes, a la mujer, a mis dolencias, al suicidio, a la verbena por las pelas que me daba mi mamá, a mis líderes sociales, todo con base en mi historia, pero nunca al amor.
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